Apenas se diferenciaban en el mar. La botella verde y el verde del océano...pero Beatriz la vio flotando entre las olas. Como tenía miedo de alejarse de la orilla fui yo quien tras unas cuantas brazadas conseguí rescatar lo que el mar se empeñaba en devolver a la tierra. Apenas se la entregué, buscó el mensaje dentro de la botella. Un mensaje inexistente que le hizo fruncir el ceño y devolvérmela al instante.
Las olas habían lamido sin cesar su contorno de modo que no quedaba resto de la etiqueta ni de su posible procedencia. Algo de verdina y algún caracolillo en la base y poco más. Decidimos llevársela a su padre porque realmente era una pieza bella, muy lejos de las típicas botellas de vino al uso. Como es un coleccionista nato decidió lavarla y llevársela como recuerdo. Incluso rellenarla con aquel vino que todos los años compra en el sur de Badajoz. Me di cuenta de que no solo quería convertirla en un objeto práctico. El mar le había regalado todo un poema. No sólo por el vino era que se había decidido a salvarla. Estaba rescatando una historia del océano. ¿Sirvió el vino de aquella botella como preludio o colofón de una historia de amor? ¿A qué desesperada historia serviría de consuelo? ¿Fue compañera de algún pobre solitario antes de ser lanzada al mar? ¿Qué historia nos llegaba detrás de aquel hallazgo?
Mi amigo buscaba la literatura escondida en el vacío de aquel objeto abandonado, buscaba rellenar aquel vacío con páginas excitantes, con algún poema donde hablar de la soledad, del tiempo, del azar que nos sale al encuentro, de los múltiples espejos de la memoria... mi amigo, lejana ya su juventud, se inclina cada vez más por la poesía metafísica. ¿Quién nos retaba desde el mar?
Agosto es tan desesperadamente monótono con su ritmo diario de playa, ducha, comida, siesta, paseo, cena, cama y vuelta a empezar que te destruye las neuronas día tras día. Un caldo espeso y bullente de obsesiones, imaginación exaltada y febriles ideas que se suceden en la aparente tranquilidad de la butaca frente al mar. Aquella aparición fue el colofón del deterioro producido por el hastío. Incluso uno se ve a sí mismo como náufrago en aquel mar de sombrillas, con tanta soledad en aquella geografía de rostros inexpresivos que siente la necesidad de lanzar a la deriva algún mensaje de rescate para que el destino nos provea de una amistad reparadora, de un bálsamo en medio del absurdo veraniego.
Quizá aquel náufrago existió y no supo qué mensaje dejar dentro de la botella. Quizá había esperado ya tanto que poco a poco dejó de tener sentido regresar al mundo. Quizá pensara que ya no tenía necesidad de salvarse ni de escapar de su encierro, sino que lanza simplemente una botella litúrgica al mar en una ceremonia de despedida del pasado que había perdido. Un mundo con demasiada prisa, ruido, miedo, incomprensión, soledad, desamor, de insufribles tardes de domingo. No había demasiado que ganar con el regreso. Me imagino un náufrago feliz que ha roto su último vínculo con el mundo y que sabe que no hay ya vuelta atrás. Ahora podrá vivir a pleno gas en la isla, ahora le queda la posibilidad de entregarse de lleno a su nueva vida tras quemar las naves de la esperanza en un regreso.
Cuando al cabo de los meses, en pleno invierno, mi amigo se dejó caer con que tenía un poema escrito sobre aquel hallazgo del verano, sentí una punzada fuerte en el pecho y aparenté una normalidad que estaba lejos de sentir. Tras los postres me invitó a su despacho y allí me entregó el manuscrito de la botella.
A Juan Lamillar, con la calidez de una vida de amistad.
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