domingo, 27 de abril de 2014

BEETHOVEN Y EL MIRLO


La ventana que da al patinillo estaba abierta, también la puerta de la habitación de mi hija Inés. Desde allí llegaban sus acordes del piano. Ensaya desde hace meses la "Patética" de Beethoven. Me hacía gracia cómo parcelaba los fragmentos y los encaraba uno a uno con tanta frescura y sensibilidad. Ha progresado mucho. Frecuentemente se agobia pero es porque se trata de una perfeccionista recalcitrante... y su alma  delicada asomaba en los compases aquella tarde de sábado del mes de abril. Recostado en el sofá, sin nada que hacer y con la mente tranquila, simplemente disfrutaba del momento: buena música, buena temperatura, buena compañía (los perros dormían a mi lado una plácida siesta), y entonces llegó por la ventana del patinillo el canto del mirlo.
Aveces al unísono, a veces respetando cada uno el tiempo del otro, el piano y el gorjeo se sucedían  con una espontaneidad que parecía premeditada. El canto de la naturaleza y el canto del hombre... y os puedo jurar que no sabía cuál era más bello, si el del mirlo, si el del piano o si el de los dos al unísono.
Me lo podía haber perdido si hubiera estado en mis cavilaciones mentales. No habría sido capaz de apreciar la genuina representación de mi hija aquella tarde ni me hubiera percatado del canto del mirlo. Estar presente me ayudó a que ese milagroso encuentro de aquellos dos seres, no cayera en el olvido. Y yo fui feliz porque la vida me había regalado un momento maravilloso. tan simple y  sencillo y tan cargado de sentido.
Doy gracias a mi hija, al mirlo y a Beethoven y a la tarde plácida de abril y a que era sábado y no tenía que andar bregando como suelo hacer de lunes a viernes, mal que me pese.

viernes, 25 de abril de 2014

LOS GUARDIANES AMOROSOS

Si me busco el corazón no lo encuentro. O más bien lo encuentro lleno del amor de mis perros. Conviven conmigo desde hace un año y ya han aprendido que yo me muero por darles una palmada cariñosa. Saben dar los buenos días mejor incluso que mis hijos y cuando llega la noche, me he metido en la cama y apago la luz, la pequeña Coco se levanta de su almohadón a oscuras, llega hasta la cabecera de mi cama y apoya su cabeza rubia contra la palma de mi mano que he dejado a propósito fuera del colchón. Después de unas caricias de buenas noches se va de nuevo a su cobijo y allí descansan ambos, el galgo Niko y la mestiza Coco hasta que llega el alba. 
Se me han vuelto imprescindibles. Confieso que no sé andar las calles sin ellos. Ni los parques.
El secreto está en no sentirse superior, en llegarse a ellos con una clara intención de no servirse del cliché que a unos pone como dueños y superiores y a otros como seres inferiores y guiados únicamente por el puro instinto. Llevamos tantos milenios creyéndonos el ombligo de la "Creación" y hemos hecho un dios tan a nuestra imagen y semejanza que es casi imposible no dejarse embaucar por esta idea de la supremacía del bípedo sobre el cuadrúpedo. 
Pasamos por alto su alta capacidad olfativa, su adaptación magnífica a un medio en el que nosotros seríamos incapaces de sobrevivir más de unos pocos días. No valoramos su merecida y genuina inteligencia, simplemente los consideramos inferiores y por tanto nuestro derecho a someterlos como esclavos y a relegarlos a un papel ínfimo.
Pero luego están ellos para desmentir con los hechos esos prejuicios antropocéntricos tan arraigados. No somos iguales, somos diferentes... y en su terreno, no hay quien los gane. Están altamente especializados y sobre todo saben querer como nadie. Son agradecidos, piden muy poco, dan más de lo que sería de justicia y cuando uno está enfermo  -he pasado últimamente un par de días en la cama- no se han separado de mi para nada, sólo para comer, beber y salir con mi hija a sus paseos diarios.
Por eso me duele tanto la ingratitud humana, por eso me duele tanto la soberbia humana, su prepotencia. Somos el más desagradecido y el más desamparado de los seres vivos, pero caminamos justamente en la dirección equivocada, la que nos halaga el oído con mentiras supremacistas y nos aparta de nuestra auténtica humanidad.
Ojalá a ti te salve también el amor de un perro y te guarde de tu propia soberbia destructiva.