En la calle Juan Bautista de El Viso del Alcor, detrás de un portón decimonónico, una carpintería que parece sacada de una novela de Galdós si no fuera por los aparatos eléctricos (labrante incluido) que asoman acá y acullá. Te recibe, con sus gafas cubiertas del polvo de la lija, el maestro Lopa. Su padre ya fue carpintero y sus hijos Jesús y José Manuel continuaron la saga. Allí aprendió el oficio Paco el Sopi, primo de los Lopa y futuro cantaor y por allí pasó sus buenos ratos adolescentes el otro gran cantaor visueño de la familia Janega, Segundo Falcón.
Por la carpintería aparecí una tarde de finales de invierno para preguntarle a Jesús si podría arreglar una silla que tenía dos travesaños rotos. Era una silla rústica de estilo rondeño que compramos cuando nos casamos y que en aquellos años finales del milenio se pusieron de moda. Las fabricaba un tal Molina, gitano de Morón que usaba como materia prima vigas de madera de derribos. Compraba esos materiales de acarreo en los cortijos ruinosos y en las casas heridas por la piqueta de la serranía rondeña. Las fregaba con cáustica y las reciclaba en armarios, mesas y sillas de tal manera que parecían antiguas.
Jesús tiene conversación fácil y es aficionado al flamenco, como sus padres. Me contaba que antes incluso de crearse la peña flamenca del Rincón del Pilar, la carpintería fue punto de reunión de los cabales (que así es como llaman los flamencos a los aficionados recalcitrantes). Me llamó la atención su comentario sobre la idoneidad de la carpintería como musa e instigadora del duende. "Es que -decía- las máquinas tienen su afinación. Por ejemplo, aquella está afinada en si bemol y te invita a los cantes de Huelva. Aquella, que tiene un tono más grave, te llama a la soleá o a la seguiriya". (Ahora entendía lo de cantar bajo la ducha. ¿En qué tono bajará el agua hasta la pileta para que incite al canto?) No es de extrañar lo que argumenta Jesús. La fragua ha sido siempre el crisol de los buenos metales del flamenco. Aún hoy el yunque y el martillo acompañan al martinete, cuya misma palabra evoca el golpear rítmico del martillo.
Me puedo imaginar la reunión de los cabales alrededor de una botellita de vino. Entre ellos Jesús el cojito, hermano de mi suegro, bético a rabiar pero que le llevaba las cuentas a la peña sevillista y vendía lotería por todo el pueblo. Era amigo íntimo del padre de los Lopa y se llevaban las horas muertas entre el aguardiente y las bromas y ocurrencias de Jesús el cojo mientras Lopa padre trabajaba la madera.
Jesús encola la silla y le sujeta el gato a las patas. La cola rebosa al apretar el gato. "Buena señal -comenta el maestro- si no rebosara no pegaría el travesaño". No me quiere cobrar por la faena y decido tirar por la vía del trueque. Un buen bote de alcachofas romanas en conserva que compraré en el Fuino servirá. La silla quedó en observación tras la intervención quirúrgica y yo volveré al día siguiente con las alcachofas y con la intriga de saber cómo sonaría una soleá con el ritmo del labrante.
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