Vaya por delante que el título es un homenaje a los ratones Dixie y Pixie y al gato andaluz de aquellos magníficos dibujitos animados de mi infancia y pubertad. No sé cuántos años habrán cumplido ya, pero seguro que están bien talluditos disfrutando de una merecida jubilación. ¿Se habrán reconciliado tras años de persecuciones y fracasos estrepitosos de nuestro simpático gato Jinks?
Por mi compromiso con la práctica budista tengo asumido el hecho de no matar animales. Desde que vivo en el Viso están los ratones poniendo a prueba este voto animalista. Primero al poco de llegar a la casa, cuando anidó una familia de okupas en el sillón de la abuela, al que le faltaba el forro inferior y no paré hasta dejar de ver cagaditas (el cuerpo del delito) cada vez que movía el sillón. Compré tres trampas para pillarlos vivos y me deshice de tres durante mis paseos matutinos con los perros en la Huerta del Cura. (Espero que el hortelano no se entere de que le estoy colonizando el terreno con roedores).
Más tarde uno de mis perros dio la voz de alarma arañando tras una voluminosa maceta. De allí salió un ejemplar presa del pánico y se vino directo a mis pies. El instinto mío pudo más que las premisas budistas y lo aplasté de un pisotón. Roí cierto remordimiento durante un par de días. Al final pude salvar la honrilla volviendo a colocar las trampas. Así que llevo ya más de quince ratones que hacen -día sí, día no- el trayecto calle O´Donnell a Huerta del Cura con billete de ida en un cómodo habitáculo de plástico, alguno roído para intentar escaparse. ¡Qué grande es la libertad!
Entre los usuarios de la línea de transporte hay bigotudos con testículos generosos y negruzcos, jóvenes adolescentes y ratoncillas púberes...y ¡cómo no! amas de casa y empresarias del queso y el chorizo que son los cebos que les coloco en las cajitas de plástico. No sé por dónde entran en el patio. Siempre caen en el mismo lugar...pero no aprecio ningún agujero cerca.
Si me quito el prejuicio de que al fin y al cabo son ratones y que pueden proliferan y dar al traste con la despensa dejando a su paso un reguero de cagadas y de olor a orín nauseabundo, admito que tienen una belleza y simpatía evidentes. Asombran sobre todo sus minúsculos deditos, con los que saben manejar tan hábilmente los objetos culinarios, así como los dos alfileres de sus ojos o el hociquillo nervioso. Me gustan sus orejillas de soplete tan finas y bien dispuestas. ¡Y qué decir del rabo! A veces del propio tamaño del cuerpo y aún mayores. A pesar de todo ese reconocimiento no dejo de comprender que mejor estarían en un huerto o en una granja de gallinas que en mi propia casa.