domingo, 23 de febrero de 2014

A VECES LLEGAN CARTAS...


Son como anuncios, ecos o voces deshilachadas que de pronto uno  oye no sólo con los oídos. Es todo el cuerpo el que queda alerta porque está despierto para oír esas señales. Te dicen en silencio que estás atrapado en un mundo de percepciones incompletas, enmarañado en una red de pensamientos, costumbre. Una inercia que te ha conformado tal como eres. ¿Pero eres tú eso? Aquí está la intuitiva evidencia de estas cartas que llegan sobre todo al final del invierno, cuando ya despunta la savia en el ramaje de los árboles de mi calle.

Son las cartas de un hortelano invisible que trabaja dentro del corazón y labra la tierra desbrozando los terrones tozudos, las raíces esquivas, las piedras procaces con que uno tropieza una y otra vez.
Mis perros aventaron su presencia antes que yo. Lo sé porque se quedan como alelados, sin ganas de olisquear las yerbas. Simplemente se sientan y relajan todo el cuerpo y no tienen ganas de nada más. Están a gusto.
A mi me invade luego el mismo bienestar, la misma paz que a ellos y en la luz de la tarde siento que todo está bien, que a la vida no le falta ni un pelo, ni una mota de polvo; que no le sobra ni un arañazo, ni una mala fatiga. Todo es como tiene que ser y los que no sabemos contemplar el paraíso en la Tierra estamos condenados a infligir dolor y a sufrir por nuestra ceguera.

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