Tan atroz como Calígula, tan destructora como el caballo de Atila, cuando ella aparece a mediados de julio en el Mediodía de España (y cada vez más extendida a la zona septentrional de la península) el mundo se para y la tierra arde -literal y simbólicamente- como si el infierno se hubiera desatado en la Tierra. Mañana esperamos 44 grados de máxima en Sevilla dentro de una larga ola de calor imposible de combatir si no es bajo el pertrecho del búcaro y la siesta.
Hasta aquí el tópico...pero ¿es posible cualquier actividad mínimamente lúcida cuando el calor nocturno tampoco baja de los veintimuchos grados? (Ahora le llaman noches tropicales, pero sin piña colada ni la hamaca entre palmeras y con chicharras y mosquitos).
Hartito de no dormir a pierna suelta, cansado de tanto sol y tantas horas de luz cegadora trato de meditar cada día en mi sala de meditación a las ocho de la mañana y la misión titánica se vuelve una tortura. Me resulta casi imposible mantener la atención, la concentración casi brilla por su ausencia, las gotas de sudor, ya tan temprano, me bajan de la nuca a la espalda. Con la espada de la determinación, cual guerrero pacífico, no cejo en mi empresa...pero bien acabo dormitando, bien dándole vueltas a los más peregrinos pensamientos.
Quien no ha vivido este clima no podrá entenderlo. Mi amigo Vidal, que siempre tiene una frase certera y sentenciosa como castellano viejo que es, me lo deja bien claro: "En estos momentos ya es suficiente con sobrevivir...luego volveremos a vivir cuando se pase agosto" pero el desgaste es dramático y el paisaje tras la batalla es un erial de buenas intenciones no cumplidas.
Me vuelvo, pues, al búcaro y a la siesta, que es lo que toca y salvaremos todas las buenas intenciones que podamos esperando la llegada del otoño. Esta es mi Sevilla en verano.