Todos los días, tal cual la rutina del café y las tostadas, llevo a mis perros a pasear a la huerta del Cura, un antiguo vergel hoy devenido en una escombrera que rodea con un cinturón de cascotes, latas, restos de obra y botellas de plástico un sembrado de patatas que veo crecer según las estaciones del año. Ha estado hace poco rodeado de margaritas y malvas que ocultaban la sordidez de la basura pero ahora, secas las plantas por el estío prematuro, un montón de podredumbre se deja ver acá y acullá sin el mínimo pudor .
En la desnudez de lo desechable quizá no haya belleza, pero cuando lo sórdido se encuentra a centímetros de una plantita llena de flores silvestres se produce un pequeño milagro. Quien tiene ojos para mirar puede ser consciente de cómo la belleza de lo simple es aún más grandiosa cuando viene rodeada de lo inmundo. Es la flor amarilla en medio del estercolero. Es la flor que no discrimina, no se queja por haber nacido entre tanta fealdad, acepta su destino con la mansedumbre de quien sabe que realmente siempre ha estado aquí, aunque disfrazada bajo numerosas formas. Reina del vertedero, ni presume ni se queja. Con su presencia revela el milagro de la vida, la fiesta de mis ojos. Si no los tuviera para contemplar profundamente la flor, quizá su existencia habría pasado desapercibida, como si nunca hubiera existido. Es muy triste que tanta belleza desaparezca del mundo sin que unos ojos se hayan detenido en ella.
A veces uno busca en las grandes cosas, los grandes paisajes exuberantes, las grandes exaltaciones del espíritu, pero en la realidad del día a día hay mucho de estercolero rodeando bellas flores. Lo realmente sabio es acertar a distinguir la paja del grano sin despreciar por ello a ninguno de los dos.
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