lunes, 2 de septiembre de 2024

LO QUE EL TIEMPO SE LLEVÓ


 

        En la foto no se aprecia, pero en esa casa vivieron, amaron, sufrieron y a ratos fueron felices algunas familias que ya no son de este mundo. Llevaba cerrada muchos años esperando que alguien se brindara a comprarla. Desde mi azotea podía verse el agujero que se había abierto en las tejas por donde pasaba la luz del día, las estrellas de la noche o la lluvia que refrescaba los muros y los cubría de moho.

    Guadalupe fue a verla un par de días antes de que todo se viniera abajo. Subió al soberao y temí por su integridad. Las maderas del suelo se portaron bien. Desde ahí pudo ver el patio minúsculo que el último propietario había reducido donde campearon antaño unas cabras cuando el patio era mayor y del anterior propietario.

    Para mi asombro, la pala excavadora disolvía los muros con la misma facilitad con que yo corto la mantequilla por las mañanas. Parece mentira la fuerza de las máquinas. En una mañana todo estaba derribado y solo quedaba un resto por recoger. Habían salido varios camiones de escombros y la calle era el desierto del Sahara en un día de tormenta de arena. Por suerte cerré todo a cal y canto la noche anterior y apenas una delgada laminilla de polvo se filtró por debajo de la puerta.

    Me di de bruces con la impermanencia. Hasta anteayer estuvo habitada. Otro día quedó abandonada a su suerte, y hoy es ya solo polvo y piedras. Ya los muros no podrán hablar de los susurros en la intimidad de la alcoba, ni de las voces infantiles imaginando juegos. No sonarán en sus muros las canciones de nana ni la radio de cretona revelará sus ondas en la vieja pared. Ya todo se acabó y a empezar de nuevo. Quedará el recuerdo de sus habitantes en los viejos vecinos de la calle y cuando estos falten será como si la casa no hubiera existido, como si las mil y una historias acaecidas al abrigo de sus muros nunca hubieran sucedido. Es lo que tiene la impermanencia...

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