miércoles, 4 de septiembre de 2024

LA SANTA QUE SE APELLIDA SANTOS

 




    Cuando yo era pequeñito y me educaban en un colegio claretiano recuerdo a los curas comentar que había santos reconocidos oficialmente por la Iglesia en los altares y había otros anónimos que solo en la conciencia de Dios están señalados como tales. Para ellos la Iglesia creó el día de Todos los Santos.

    Hoy quiero hablar de una de ellas. Tiene 92 años. Sus piernas, su cuerpo entero incluido su cerebro ya no la acompañan como ella quisiera. Está a merced de sus hijas y del Centro de Día que la acoge desde la mañana hasta las seis de la tarde. Cuando llega la ayuda a domicilio para levantarla en la mañana da su sermón nada más salir del aseo, muy repeinada y limpia como los chorros del oro. Digo sermón y digo bien; en su retahíla de cerebro cansado repite una y otra vez la misma jaculatoria: "¿No somos todos hijos de Dios? ¿Por qué unos tanto y otros tan poco?". La culpa no se la endosa a Dios, sino a la avaricia humana.

    Lleva años sin reconocerme. Una y otra vez hay que explicarle que soy la pareja de su hija Guadalupe...pero inmediatamente vuelve la cabeza hacia su hija y pregunta: "Niña, ¿Y este hombre quién es?"

    Ha criado cuatro hijos trabajando en casa y ayudando al marido en el negocio. Incluso embarazada quería cargar con los sacos de pienso del molino familiar y era el Canijito quien se los quitaba de las manos para que no se malograra el feto. Trabajaba desde los doce años como pequeña nodriza de una pareja de hermanos de lo más granado del pueblo. Ella los consideró siempre como hijos propios también. 

    Pocas quejas, muchas risas. Alegría que comparte aún hoy cuando llega del "colegio" (así le llama al centro de día porque la ponen a dibujar y a copiar palabras). Su casa siempre fue de puertas abiertas, donde siempre había un plato de comida para el amigo o la amiga de sus hijos o para -hablamos de los años 40 y 50- cuando algún mendigo itinerante pasaba por el pueblo. Aún hoy, en los cortijos del término municipal la recuerdan quienes en los años duros del hambre eran niños sin nada que llevarse a la boca y ella apañaba de la casa rica en la que trabajaba algunos mendrugos de pan y algún choricillo y lo repartía en aquella multiplicación evangélica que daba para todos aunque nadie se saciara.

    Tiene los ojos vivos, tan vivos que hablan de la alegría de vivir. "Aquí estamos hasta que el Señor mande" es otra de sus homilías, porque ella tiene una aceptación que ya la quisiera para mi. Menudita ya, enjuta hasta casi pegarse la piel al hueso y el pelo ralo blanquísimamente inmaculado. Su cafelito, sus caramelos, su poquita agua y su pescaíto frito los domingos...eso es lo único que pide.

    Le escribí y dediqué un poema que quisiera copiaros aquí. Allá va:

Sostengo una libreta de recuerdos

mientras que caen sus hojas una a una

y ya tan solo quedan tres o cuatro

que también marcharán en breve tiempo.

Me quedaré desnuda de recuerdos

y no sabré quién soy

¡ay! ni qué bella patria fue mi infancia.


¿Quién anda ahí libre ya?

¿Quién despojada de sí,

despejado el paisaje de alimañas?

¿Quién ya libre de ataduras,

desconocida de sí,

entregada a un espacio sin frontera?


                                                        A Guadalupe Santos.

lunes, 2 de septiembre de 2024

LO QUE EL TIEMPO SE LLEVÓ


 

        En la foto no se aprecia, pero en esa casa vivieron, amaron, sufrieron y a ratos fueron felices algunas familias que ya no son de este mundo. Llevaba cerrada muchos años esperando que alguien se brindara a comprarla. Desde mi azotea podía verse el agujero que se había abierto en las tejas por donde pasaba la luz del día, las estrellas de la noche o la lluvia que refrescaba los muros y los cubría de moho.

    Guadalupe fue a verla un par de días antes de que todo se viniera abajo. Subió al soberao y temí por su integridad. Las maderas del suelo se portaron bien. Desde ahí pudo ver el patio minúsculo que el último propietario había reducido donde campearon antaño unas cabras cuando el patio era mayor y del anterior propietario.

    Para mi asombro, la pala excavadora disolvía los muros con la misma facilitad con que yo corto la mantequilla por las mañanas. Parece mentira la fuerza de las máquinas. En una mañana todo estaba derribado y solo quedaba un resto por recoger. Habían salido varios camiones de escombros y la calle era el desierto del Sahara en un día de tormenta de arena. Por suerte cerré todo a cal y canto la noche anterior y apenas una delgada laminilla de polvo se filtró por debajo de la puerta.

    Me di de bruces con la impermanencia. Hasta anteayer estuvo habitada. Otro día quedó abandonada a su suerte, y hoy es ya solo polvo y piedras. Ya los muros no podrán hablar de los susurros en la intimidad de la alcoba, ni de las voces infantiles imaginando juegos. No sonarán en sus muros las canciones de nana ni la radio de cretona revelará sus ondas en la vieja pared. Ya todo se acabó y a empezar de nuevo. Quedará el recuerdo de sus habitantes en los viejos vecinos de la calle y cuando estos falten será como si la casa no hubiera existido, como si las mil y una historias acaecidas al abrigo de sus muros nunca hubieran sucedido. Es lo que tiene la impermanencia...